El apetito es un seguro de vida. Sin esta señal del organismo, no sabríamos cuándo llenar el depósito, nos quedaríamos sin energía y, en el peor de los casos, con una salud preocupantemente menguante. Pero, en un entorno en el que abundan los alimentos altamente calóricos, el recordatorio de que estamos vivos puede convertirse en un compañero traidor, en una sombra que conspira para que no deje de crecer la talla del pantalón. Neutralizar su complot requiere tener buena información nutricional, y, probablemente, saber sacar partido a una característica de los alimentos que no siempre se tiene en cuenta a la hora de elegir el menú: la saciedad que producen.

Es la idea que subyace al proyecto de un equipo de investigadores que puso a prueba las virtudes de una dieta basada en comida altamente saciante en 69 hombres obesos. Los científicos los separaron en dos grupos, uno que siguió un régimen saciante durante 16 semanas y otro que hizo dieta restrictiva estándar. El resultado, publicado en 2017 en la revista British Journal of Nutrition, fue que quienes ingirieron alimentos con mayor índice de saciedad perdieron más grasa corporal, y casi ninguno abandonó la dieta, frente a casi la mitad de los que siguieron el régimen restrictivo. O sea, que su peso, previsiblemente, se mantendría a largo plazo, todo un éxito para cualquiera que haya probado las dietas adelgazantes durante unos pocos meses.

Solo es un estudio, sí, pero hay más. Y la realidad respalda la conclusión de esta investigación. Piensa en lo que pasa cuando comes un sándwich mixto de pan de molde blanco y qué sucede cuando optas por una rebanada de pan integral untada de humus. Lo normal es que, en el primer caso, hayas tenido que levantarte a por más comida mucho antes que en el segundo. Si aplicas este patrón a toda la dieta, e imaginas cómo será tu alimentación a lo largo del tiempo, no debería sorprenderte la idea de que, si prefieres los alimentos poco saciantes acabarás comiendo mucho más. Pero es que,

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