Para Peter Medawar, premio Nobel de Medicina en 1960, los virus eran un conjunto de «malas noticias envueltas en proteína». Aunque no responde a ningún criterio científico, esta definición refleja perfectamente la percepción que tenemos de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2 en estos días de confinamiento.

Las «malas noticias» en un virus pueden venir escritas en dos «alfabetos» ligeramente distintos, según su genoma sea de ADN o ARN. Los coronavirus (familia Coronaviridae) constituyen uno de los grupos de virus con el genoma de ARN más largo que se conoce. La información que contiene puede servir para sintetizar al menos 16 proteínas.

Las más esenciales son las que le permiten hacer copias de su propio genoma, las que protegen su ARN y las que le permiten entrar en la célula que va a infectar. Esta última es una proteína que contiene azúcares en su esqueleto y que se proyecta a modo de espículas (proteína S, de spike en inglés) desde la envuelta hacia el exterior. Al microscopio electrónico crean una imagen que recuerda a una corona, de ahí el nombre del virus.

La fidelidad de copia de las moléculas de ARN viral es siempre mucho menor que las de ADN, por lo que los virus de ARN tienden a acumular más mutaciones y adaptarse a nuevos huéspedes con más facilidad que los que poseen un genoma de ADN. Dentro de los virus con genoma de ARN, los coronavirus son una excepción: poseen un sistema de corrección de copia que hace que muestren una menor variabilidad.

La secuenciación de más 11 000 genomas del SARS-CoV-2 ha puesto de manifiesto que tiene un ritmo de mutación 1 000 veces más lento que el de la gripe o el VIH. Por otro lado, los virus con genoma de ADN son generalmente más difíciles de eliminar porque algunos de ellos pueden producir infecciones latentes o incluso integrarse en el genoma del huésped (esto último también ocurre con los virus de ARN de la familia de los retrovirus).

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