La pandemia de la COVID-19 representa una dura e inesperada cura de humildad para nuestras tentativas de adelantarnos a una realidad tan anárquica como compleja. No hace sino confirmar lo que todos sabíamos: que el mundo escapa a nuestro control.

Es cierto que algunos científicos, filántropos y asesores gubernamentales advirtieron sobre el peligro de epidemias masivas, pero también lo es que sus mensajes nunca trascendieron lo suficiente. Con la excepción de determinadas voces que parecían predicar en el desierto, muy pocos consideraron una pandemia de estas características como un auténtico desafío global, frente a cuya inminencia todos tuviéramos que dedicar ingentes esfuerzos.

Por mucho que sepamos o que creamos saber, nunca podemos controlar del todo la realidad con el intelecto. Esta pandemia, este cisne negro que nadie o casi nadie presagió, muestra la envergadura de nuestra ignorancia y, más aún, la insuficiencia de los precedentes históricos para entender el presente. Quienes, cual nuevos oráculos de Delfos, gurús omniscientes o inopinados aprendices de futurología, aseguraban que la humanidad y el desarrollo tecnológico habían alcanzado una velocidad de escape, una inercia positiva e irreversible, han tropezado con la cruda y dolorosa realidad.

Tardaremos en volver a hablar sin ruborizarnos de hombres dioses, conciencias artificiales que nos reemplacen por completo, superaciones de la naturaleza humana y otra clase de propuestas hoy por hoy utópicas. Pocos se atreverán a repetir que vivimos en la mejor etapa de la historia, reminiscente del mejor de los mundos posibles. Nos percataremos de que el progreso no está garantizado, de que no constituye una ley inexorable de la historia.

Adquiriremos una conciencia más profunda de la fragilidad humana, de nuestra vulnerabilidad intrínseca, de la finitud y de la debilidad que nos son consustanciales. Solo me permito esperar que esta súbita reducción de nuestras expectativas no nos impida aspirar a mejorar el mundo, como siempre hemos hecho los seres humanos.

El coronavirus ha surgido repentinamente en China y con rapidez asombrosa se ha extendido por este mundo globalizado.

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