Todos los años explico a mi alumnado los estados excepcionales previstos en el artículo 116 de la Constitución en la lección dedicada a las garantías de los derechos. De esa manera, pretendo dejarles claro que nuestra norma fundamental prevé la reacción ante situaciones extraordinarias de manera que, incluso en ellas y pese a ellas, se garantice su continuidad.

Es decir, y aunque pueda parecer una paradoja, el sistema constitucional prevé la suspensión de derechos y el refuerzo de poderes del ejecutivo, para que no haya quiebra de unas condiciones mínimas de bienestar y convivencia.

De esta manera, lo que se pretende es garantizar que durante la crisis, y una vez finalizada, el sistema se resienta lo menos posible, y que, a pesar de la situación extraordinaria, sea posible mantener la paz social.

Si bien nuestro ordenamiento regula de manera mínima los efectos que tiene la declaración de dichos estados, dejando un amplio margen de discrecionalidad política en manos del gobierno, siempre con el correspondiente control parlamentario, lo que no se prevé es lo que puede pasar el día después.

Medidas singulares pero en un período limitado

Es decir, lo que el sistema no establece es cómo reaccionar ante el estado no ya solo de nuestros derechos sino de la sociedad y de nuestro modelo de convivencia, una vez pasada la crisis.

Y muy especialmente si las medidas singulares adoptadas durante un período limitado de tiempo pueden seguir produciendo efectos más allá de las semanas o los meses para los que se decretó el estado excepcional. No me refiero, claro está, a los temporalmente tasados y que, como estamos viendo ahora, van siendo concretados por el Gobierno a medida que la situación evoluciona, sino a esas consecuencias que inevitablemente acabarán haciendo mella a medio y largo plazo en nuestras vidas.

Como ya podemos adivinar, tras la superación de la emergencia sanitaria,

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