Para predecir la década que empieza mañana, miremos el rasgo definidor del mundo actual: no ha existido sobre la faz de la tierra generación más afortunada que la nuestra, pero tampoco más deprimida.

Somos más ricos, vivimos más años y morimos menos en guerras y epidemias que nuestros ancestros. Y no sólo en el rincón privilegiado del planeta. Desde 1980, los ingresos de la mitad más pobre de la población mundial se han doblado y las personas viviendo con menos de dos dólares se ha recortado casi dos tercios.

Pero, a pesar de vivir en un entorno tan seguro, jamás hemos experimentado tanta ansiedad. Cada día sufrimos más enfermedades mentales, y necesitamos más drogas, legales e ilegales. El consumo de hipnosedantes se ha triplicado en España en 12 años. Y más americanos mueren por sobredosis de opiáceos que en accidentes de coche —una triste metáfora de cómo nuestro mayor causante de daño es nuestra propia voluntad—.

Cada día estamos más descontentos, con nosotros y nuestras instituciones. Se ha desplomado la fe en todo tipo de entidades públicas y privadas. Ya hace tiempo que dejamos de creer en políticos y banqueros, pero la desconfianza se ha extendido a las fuerzas de seguridad, a las empresas tecnológicas (peor valoradas que los bancos), e incluso a nuestros vecinos.

Este malestar con lo que nos rodea tiene peligrosas consecuencias políticas. Los seres humanos tenemos dos modos opuestos de organizarnos colectivamente. La primigenia, y que compartimos con otros primates, es el dominio: un espécimen (generalmente macho) alfa nos jerarquiza con la fuerza. Pero, ya en el amanecer de la humanidad, inventamos un modo alternativo de crear grupos, donde no asciende la persona más fuerte, sino la más prestigiosa. No quien puede quitar, sino quien quiere dar a los demás. Es la base de la democracia y la economía libre de mercado, frente al dictador y al oligopolio.

Pero el prestigio es inherentemente precario. Requiere confianza en los gobernantes. Y si, como hoy, los ciudadanos creen que las élites políticas y económicas no sirven a los demás,

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