Resuelvo lo personal en pocas pinceladas: hace cinco años, un ictus me dejó hemipléjico para los restos después de hacer sufrir a mis familiares y amigos durante 10 días, sin saber si saldría o no con vida del asalto. Ya imagino que el lector adivinará el desenlace de aquello.

Cinco años después he sumado a mis experiencias la de saberme mucho más querido por mi mujer, mi hijo, mis amigos y hasta por el periódico donde escribo. Pero maldigo el día en que sufrí el ataque, a pesar de haber sido tratado con el mayor y más eficiente de los mimos por el sistema público de salud.

Y maldigo esta sociedad que todavía es capaz de preguntarse si la eutanasia, con todas las cautelas que sea preciso tomar para aplicarla, debe o no ser legalizada.

Yo tuve el privilegio de saber, mientras negociaba con la muerte, cosa que hice, lo juro, que mis próximos no iban a permitir que mis entonces torturadas carnes fueran objeto de ningún encarnizamiento terapéutico (aplaudo la genial expresión) a cargo de ningún médico militante del Opus Dei, ningún colega de la arquitecta de Vox o cualquier amigo de la lenguaraz Cayetana. Ese es un buen punto de apoyo para negociar cosas tan serias como esa. Decidí vivir sabiendo que en ningún caso iba a ser torturado. Podría haber sido al revés. En los dos casos, habría decidido libremente.

Ahora, asisto, como una gran parte de los españoles, a una discusión parlamentaria en la que el PP y Vox se permiten el lujo de intentar legislar sobre la tortura en centros de nuestro admirable sistema sanitario. Quizás intenten poner esa práctica del encarnizamiento como una parte importante de nuestro “sistema de vida europeo”, esa fórmula que utilizó la presidenta de la Comisión Europea.

Maite Pagaza le ha pegado bien a la idea. Yo, en mi modesta calidad de candidato a sufrir tratamientos indeseados, quizás amparados bajo tutelas identitarias católicas o de cualquier otro origen, me alegro de que vaya a desaparecer el nombrecito de esa cartera,

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