En el Grupo Jubilata ocupa un lugar singular el médico. A pesar de su edad y sus achaques, sigue con el ejercicio de su profesión cuando, aún jubilado, acude semanalmente a las mesas redondas de los viernes de un gran hospital.

Su presencia física en el Grupo, su imagen canosa, beatífica, seria y bondadosa, ademanes cardenalicios cuando no ya pontificios, su cinefilia, cultura política, espíritu crítico, amor por la música, ópera, flamenco, folclore argentino y mexicano, su profundo sentido de la amistad, etc., nos inspira tranquilidad y seguridad. A él va el chorro de preguntas y siempre tiene una transparente y cautelosa respuesta, por no citar las hilarantes anécdotas habidas en su larga carrera. Tiene una pega que en él es virtud. Es numantino puro, tenaz hasta el límite. Su bondad conjuga muy bien con cierta aspereza, rayana en la intolerancia, a la hora de opinar sobre otros asuntos. A veces no está para bromas, lógicamente.

A mi amigo médico le venían casos y casos en los que se ventilaba no el dinero, sino la salud, la vida o la muerte. Casi ná

En una ocasión, ya lejana, como en tantas y tantas otras, le llamé y le expliqué algo sobre una incipiente diarrea que posteriormente derivó en un colon irritable y pólipos y no sé qué puñetas más. “Manrique, artista, jolines, que me estoy cagando vivo, que me voy de vareta. Me van a tener que poner una transfusión de mierda porque ya no me queda ná de ná. ¿Qué hago?”. Con la diligencia, seriedad y premura que le honra, me contesta: “Tómate un par de pastillas de esto, y mañana mismo te haces unos análisis y a continuación, con urgencia, que te hagan una colonoscopia, que parece mentira que a tus años aún no te hayan desvirgado, aunque tienes suerte porque ahora ya no es igual que antes. Si sale algo raro y serio ya hablo yo con el de digestivo”. Ese es nuestro Manri.

Es paladinamente notorio: a mí, como abogado especialista en tributario y mercantil,

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