Muchos somos víctimas del llamado “sesgo optimista”, también conocido como “sesgo de beneficio positivo”. En el ámbito de la salud, dicho sesgo es el que nos predispone a valorar nuestros hábitos de vida, o nuestro riesgo de enfermar, de una forma desmesuradamente positiva y en absoluto realista. Es famoso el estudio coordinado por Patrick Peretti‐Wate en el que el 44% de los fumadores consideró que el riesgo de sufrir cáncer comenzaba al fumar más cigarrillos que los que ellos consumían. La ciencia, no obstante, es unánime al respecto: el riesgo de cáncer aumenta con cada calada. En nutrición ocurre, por desgracia, algo similar. Sucede con el alcohol (no somos conscientes de que nuestro consumo de alcohol es arriesgado), sucede con nuestra dieta (comemos peor de lo que creemos) y sucede con el exceso de peso: la mayor parte de personas con obesidad cree que tiene normopeso. Tampoco valoramos bien el peso de nuestros hijos: mientras que los padres de niños con obesidad tienden a creer que sus hijos son musculosos, lo que presentan es obesidad.

En este contexto, toda estrategia que contribuya a quitarnos la venda de los ojos debe ser bienvenida. Una de tales estrategias, en adultos sin trastornos del comportamiento alimentario, recibe el nombre de “autocontrol”. Aparece recomendada en los consensos de obesidad y cuenta con numerosas pruebas de eficacia a sus espaldas. La más reciente, recién publicada en la revista Obesity, ha constatado que el mero hecho de anotar de forma rutinaria nuestro peso, lo que comemos y el ejercicio que realizamos resulta útil para perder peso. Es el llamado “empoderamiento dietético”, que nos obliga a ser conscientes de que somos más sedentarios, de que comemos peor y de que pesamos más de lo que creemos. O, dicho con otras palabras, a pensar en nuestros hábitos y en nuestra salud.

La investigación revela que basta con invertir unos minutos al día en el autocontrol para conseguir adelgazar. La pérdida de peso no es milagrosa,

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