Un día cualquiera cuanto tenía aproximadamente 15 años mi padre llegó a casa y me dijo que tenía que vacunarme contra el papilomavirus (VPH). En aquel momento —y con la paciencia que siempre le ha caracterizado—, me explicó que se trataba de un virus que tenían algunos chicos y que en las mujeres podía dar lugar a cáncer de cuello de útero. Tras decenas de preguntas sobre qué podía pasar si decidía no vacunarme —algo que no era en absoluto una opción— extraje dos conclusiones importantes: tenía que ponerme una vacuna y no podía mantener relaciones sexuales hasta después de haber recibido las dos dosis que me correspondían para evitar contagiarme.

Siendo adolescente y ensimismada por el primer amor, tuve que explicarle a quien en aquel momento era mi pareja que nuestra primera vez tendría que esperar. Era muy importante que estuviera vacunada antes de que hiciéramos absolutamente nada. “Pero si vamos a utilizar preservativo”, me dijo. La respuesta tenía que seguir siendo no. Con el tiempo descubrí que los métodos barrera no evitan del todo el contagio porque los fluidos sexuales no son del todo controlables, ya que la prevalencia del VPH en la piel es alta y el virus puede migrar hacia las mucosas provocando que te contagies. Una enseñanza que aprendí años después gracias a mi ginecólogo, pero que en aquel momento no tenía ni idea.

El día de la primera dosis, el médico llegó con la aguja en las manos diciendo: “Siéntate, va a ser solo un segundo”. Una vez la aguja atravesó mi brazo recuerdo, como si hubiera sido ayer, aquel líquido denso abriéndose paso. Una sensación que corroboraron muchas de mis amigas que también fueron vacunadas.

La vacuna en cuestión era conocida como la tetravalente para el VPH. Una profilaxis que protegía contra los genotipos más agresivos de este virus: los que derivan en cáncer de cérvix. Debido a mi edad, y a que pertenezco a las primeras generaciones que se vacunaron contra el VPH, la vacuna no estaba cubierta por la Seguridad Social,

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