El 20 de noviembre la Convención sobre los Derechos del Niño cumplirá 30 años. Es el tratado de derechos humanos con más ratificaciones en la historia, un acuerdo revolucionario entre países que cambió la manera de concebir la infancia y la adolescencia en todo el mundo. Unos meses después de la caída del muro de Berlín, en un contexto de cambio del orden mundial, nace este acuerdo internacional que marca un antes y un después en la vida de las generaciones más jóvenes: a partir de entonces, los niños, las niñas y adolescentes dejan de ser propiedad de los adultos u objetos de asistencialismo, para ser reconocidos como sujetos de derecho. Son individuos, miembros de una familia y una comunidad, con derechos y responsabilidades apropiados para su edad y su madurez. Hoy son 2.500 millones y representan un tercio de la población global.

La Convención es revolucionaria porque transforma vidas. En los últimos 30 años, exhortó a los gobiernos a cambiar leyes y políticas y a realizar inversiones para que millones de chicos y chicas en todo el mundo reciban atención sanitaria, vacunas, una nutrición adecuada para sobrevivir y desarrollarse y educación. Alentó a los Estados a protegerlos frente a la violencia, a erradicar el matrimonio infantil, los trabajos peligrosos y la explotación, a tomar medidas para disminuir el abandono escolar. Ayudó a promover la libertad de expresión y la participación social. Les dio voz a los adolescentes, especialmente a aquellos de los sectores más postergados y comprometió a los Estados a escucharlos.

Son individuos, miembros de una familia y una comunidad, con derechos y responsabilidades apropiados para su edad y su madurez 

A nivel nacional, Argentina ratificó la Convención en 1990, le dio rango constitucional a través de la reforma de 1994 y firmó sus protocolos adicionales. La sumatoria de esos compromisos brinda más herramientas para velar por el cumplimiento de los derechos. 30 años después, el país tiene una Ley de Protección Integral (26.061) y un Código Civil y Comercial que reconoce en los y las adolescentes una autonomía progresiva que los habilita a tomar decisiones personales sin mediación de los adultos.

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