Según una reciente encuesta realizada por el Pew Research Centre, un prestigioso think tank norteamericano, tres de cada cuatro españoles opinan que cuando los niños de hoy crezcan, su situación financiera será peor que la de sus padres. Sólo los franceses y los japoneses son más pesimistas que nosotros. ¿Por qué tanta población de una sociedad rica pierde la esperanza en que las generaciones venideras puedan vivir mejor? ¿Qué les hace pensar que es tan improbable que sus hijos tengan al menos las mismas oportunidades que ellos?

Como dice J. D. Vance en la introducción de su libro Hillbilly Elegy: A Memoir of a Family and Culture in Crisis, para entender bien lo que les ha sucedido en las últimas dos décadas a muchas familias norteamericanas que emigraron en busca de trabajo desde Jackson (Kentucky) a Middletown (Ohio) en los años cincuenta y sesenta, no basta con constatar el aumento del desempleo (por la desaparición de la industria y la creciente polarización de las ocupaciones), el incremento de la pobreza o la mayor inseguridad económica de su clase media. Lo más importante es comprender hasta qué punto la suma de todos esos factores y, sobre todo, su enquistamiento durante décadas ha destruido la esperanza de las familias modestas sobre las oportunidades de sus hijos; lo que según el autor ha supuesto un profundo cambio cultural en amplias capas de la sociedad norteamericana.

La literatura económica y sociológica que estudia la persistencia del desempleo y de la pobreza concluye que cuanto mayor es su duración más difícil resulta salir de ellas y, lo esencial, que esa falta de empleo, de ingresos o de seguridad económica es mucho más dañina cuando se cronifica, es decir, cuando los que la sufren no ven la salida del túnel o cuando la reincidencia es más la norma que la excepción. Si esas carencias persisten de generación en generación, la dinámica social se traduce en una alta correlación entre las rentas de padres e hijos y en una menor movilidad social de los estratos de bajo nivel socioeconómico.

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