Los resultados del enorme esfuerzo que hizo Malawi para responder a la epidemia de VIH que afectó gravemente al país a fines de los años noventa pueden calificarse, al menos en gran medida, de exitosos. Alrededor del 80% del millón de personas que fueron diagnosticadas con el virus están ahora en tratamiento. Y eso es mucho para un país en el que, en 1993, el 30% de las mujeres embarazadas eran seropositivas y en el que más de un 10% de la población tenía y aún tiene el virus.

Sin embargo, para que Malawi llegue algún día a poder dar definitivamente por controlada su epidemia de VIH, tendrá que adoptar formas de prevenir y tratar el virus entre aquellos grupos de población a los que resulta más difícil poder acceder, ya que estas personas siguen siendo las más vulnerables y expuestas al VIH.

Uno de esos grupos de población son las mujeres que ofrecen servicios sexuales a cambio de dinero o bienes materiales; comúnmente conocidas como trabajadoras sexuales*. En Malawi, donde la pobreza y el desempleo siguen siendo muy altos, muchas mujeres y niñas recurren al trabajo sexual como medio de vida para salir adelante y mantener a sus familias. En determinados ambientes nocturnos y en los locales para beber o comprar bebidas de las ciudades más comerciales, así como en aquellos lugares más concurridos, de donde salen y llegan los camiones y autobuses, sus servicios son altamente demandados.

Las trabajadoras sexuales tienen una probabilidad mucho más alta de contraer el VIH, padecer enfermedades de transmisión sexual y sufrir embarazos no deseados que las mujeres que no se dedican al trabajo sexual. De hecho, distintos estudios aseguran que el riesgo que tienen de contraer el VIH es más de cinco veces mayor que el que corren el resto de mujeres. Sin ir más lejos, y según las cifras del Ministerio de Salud del país, la prevalencia del VIH entre las trabajadoras sexuales de 35 a 39 años es del 70,7%, mientras que entre el resto de las mujeres esa cifra se sitúa en el 18,2%.

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