CADA FAMILIA es un organismo más o menos estable que se sostiene con su propio sistema de equilibrios y contrapesos, de modo que lo que le pasa a uno de sus integrantes repercute en los demás. Y, como toda estructura formada por seres humanos, no está libre de imperfecciones. Tanto es así que, en el Antiguo Testamento, tres capítulos después de la creación del universo, nos encontramos con que la relación entre los primeros hermanos —Caín y Abel— acaba en fratricidio. Un aviso elocuente de que educar a los hijos es una ardua ciencia para la cual nunca se va a estar del todo preparado. Con tantos sentimientos y emociones en juego, la razón tiende a nublarse. Al fin y al cabo, como decía Schiller, es el corazón, y no la carne y la sangre, lo que nos hace padres e hijos.

Y en ese campo de batalla llamado familia, en el que se alternan periodos de paz, luchas y asedios o pactos de no agresión, irrumpe a veces un elemento desestabilizador cuyos efectos, negativos y prolongados, a menudo se han obviado. Se trata del favoritismo parental, un fenómeno al que los psicólogos y sociólogos han prestado mayor atención en los últimos tres decenios y medio. De entre todas las circunstancias de desigualdad que se pueden dar en una casa, el hecho de que un niño acapare más afecto, apoyo y atenciones de sus progenitores en detrimento de otros hermanos puede tener efectos dañinos no solo para los menos favorecidos, sino para la familia entera.

Algunos estudios relacionan haberse sentido el hijo menos favorito con la frustración, la ansiedad y la inseguridad

Antes que nada, deberíamos saber a qué obedece el favoritismo. Sus razones pueden ser tan aleatorias como el género, el orden de nacimiento o incluso el aspecto, aunque sea un tema tabú. Dicen los expertos que el primogénito y el benjamín parten con ventaja, mientras que al mediano es más probable que le cueste encontrar su sitio. Según la coyuntura vital que atraviesen los padres,

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