En una de sus primeras ‘jam’ de poesía, encuentros de bar en los que se recita libremente, Antonio Carreño estaba en el puesto 45 de la lista. El último. Cuando salió al escenario no había nadie. Unos estaban fumando fuera, otros habían abandonado tras sobredosis de versos. A pesar de esa temprana experiencia con el mundillo, siguió enhebrando palabras en la aplicación de notas del móvil. “Nada romántico”, reconoce. Este joven alicantino de 32 años se crió en Benidorm, estudió para veterinario en Zaragoza, pasó por pueblos de Cádiz o de Valencia y al final recaló en Madrid. Acaba de publicar ‘Y cosas que me callo’ en la editorial Verso & Cuento, de Penguin Random House.

¿Cómo pasaste de los animales a la poesía?

Llevo toda la vida escribiendo relatos. Poesía, no. Me gustaba en el instituto (Gil de Biedma, García Montero, Luis Alberto de Cuenca…), pero me presentaba a concursos de cuentos. La poesía llegó más por los cantautores. En Ismael Serrano o Pedro Guerra veía que había algo más que música. Y a los veintitantos, leí cosas de Escandar Algeet y fue el clic definitivo.

Algo propio de esta nueva hornada es la proyección en redes sociales.

La poesía se ha convertido en algo muy democrático gracias a ellas. Dan mucha accesibilidad y son gratuitas: no hace falta comprarse un libro. Cada uno consume lo que le da la gana y sigue a quien quiere.

¿Eso no implica, a veces, cierta banalización?

Es un tema peligroso. Si digo que alguien con 200.000 seguidores hace una mala poesía no es insultar a un poeta, es meterme con esas personas a las que les gusta lo que está haciendo. Lo que deberíamos preguntarnos es si el día de mañana estudiaremos a alguno de los que escriben ahora. Es un asunto muy complicado.

‘Madrid era su pecado capital’, escribes. ¿Qué ofrece esta ciudad?

A mí el metro me inspira mucho. El otro día, una amiga canaria me decía que no hablara tanto de él,

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