Lee en materia la fascinante historia de Jo Cameron, la mujer sin dolor. Su anestesista, Devjit Srivastava, no la creyó la primera vez que tuvo que dormirla para una operación de muñeca. La mujer le había dicho que lo la anestesiara, porque ella no sentía nunca un dolor. Srivastava, seguramente con buen criterio profesional, no le hizo ni caso, pero poco a poco se fue dando cuenta de que Jo Cameron decía la verdad. Su caso ha llegado esta semana a la literatura médica, apoyado por un buen estudio genético que ha aclarado su naturaleza. Cameron tiene dos mutaciones que aumentan en su cerebro la concentración de cannabinoides endógenos (los que no hay que fumar, porque ya los llevas puestos de serie), y eso la libera no solo del dolor físico, sino también del psíquico, toda vez que la mujer se declara feliz, optimista y parlanchina. Lo más fácil es pensar que Jo es la versión en carne del gran Lebowski (hermanos Coen, 1998), aquel tipo que desayunaba porros y nunca dejaba caer su concentración de cannabis en sangre. Pero el asunto es mucho más interesante que todo eso.

La historia de Jo Cameron me ha recordado de inmediato al viejo caso del niño faquir, que fue noticia hace 13 años. Aquel niño de Lahore, Pakistán, era un usuario habitual de los servicios médicos. Un día llegaba con los pies escaldados por haber caminado sobre las brasas, otro con los brazos atravesados por cuchillos. No sentía dolor, y murió a los 14 años al tirarse de un tejado. Los médicos de Lahore y de Cambridge encontraron pronto a seis familiares del niño que tampoco sentían dolor, y eso los llevó hasta el gen responsable en esa familia.

Como revela el caso del niño faquir, la incapacidad de sentir dolor puede resultar muy peligrosa. Este chaval y sus familiares afectados tienen heridas y amputaciones en la lengua y los labios: si se muerden la lengua de niños, no les duele y pueden seguir mordiendo todo lo que quieran, a veces hasta arrancarse la mitad del órgano.

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