Hace más de un año, la investigadora estadounidense Rebecca Zash hizo un descubrimiento terrible. El escenario no podía ser menos espectacular: un tren de cercanías que se alejaba a toda velocidad del centro de Boston en dirección a lo que Zash creía que sería un tranquilo fin de semana con sus hijos.

Pero no lo fue.

Zash es miembro del cuerpo docente de la división de enfermedades infecciosas del Centro Médico Beth Israel Deaconess de Boston. Durante casi cuatro años había formado parte de un equipo que controlaba cómo respondían las madres seropositivas de Botsuana y sus hijos a los medicamentos antirretrovirales (TAR), entre ellos a un nuevo fármaco llamado dolutegravir.

El dolutegravir era el favorito absoluto para el tratamiento del sida. En 2013, diversas investigaciones habían demostrado que podía reducir la presencia del VIH en la sangre de una persona a niveles tan bajos que resultaba imposible su transmisión. Además, una revisión de estudios publicada en la revista Clinical Pharmacokinet mostró que era capaz de alcanzar la supresión viral —así se denomina este efecto— mucho más deprisa que el efavirenz, nombre con el que se conoce el compuesto tradicional. Por otra parte, el dolutegravir presentaba menos restricciones a su administración junto con otros medicamentos cuando se empleaba como parte de un tratamiento combinado contra el VIH.

A esto se añade que también se puede tomar con el estómago vacío. Asimismo, según un estudio publicado en 2015 en la revista AIDS Review, su tolerabilidad es mayor en caso de que se olvide tomar una dosis, lo cual reduce la probabilidad de que se desarrolle resistencia al principio activo.

Aquel día, en el tren, Zash repasaba los últimos datos del estudio de Botsuana. Lo que vio la hizo estremecerse. De las 426 mujeres que habían concebido mientras estaban en tratamiento con dolutegravir, cuatro habían dado a luz bebés con deformidades graves. Estas anomalías congénitas, llamadas defectos del tubo neural, afectan al cerebro y a la columna vertebral.

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