«Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Solo a través de nuestro amor y amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos». Esta frase del cineasta estadounidense Orson Welles nos sugiere el modo en que llegamos a esta vida y la forma en la que salimos.

¿Es así en todas las culturas? El afamado psicólogo Daniel Goleman, en sus diálogos científicos con el Dalai Lama, indica que las culturas occidentales son eminentemente individualistas (dan más importancia al individuo) cuando se las compara con las culturas orientales (cuyos individuos dan más valor al colectivo).

En la misma línea, Markus y Kitayama señalan que los occidentales muestran una mayor tendencia a poner por encima su «yo independiente», mientras que los individuos de culturas orientales dan más valor al «yo interdependiente».

La cultura marca la diferencia

La antropóloga Margaret Mead nos muestra en sus investigaciones un ejemplo muy interesante sobre las diferencias entre individualismo y colectivismo. Mead analizó varias tribus en la isla de Nueva Guinea, de las que destacaremos dos: los Arapesh y los Mundugumor.

Los Arapesh eran un pueblo cooperador y amistoso, con relaciones sociales y políticas poco complejas y, lo más relevante, con la máxima preocupación por la educación emocional de sus hijas e hijos. Los Mundugumor, en cambio, eran un pueblo áspero, malhumorado, irascible y desconfiado, con tratamientos sociales llenos de prohibiciones. Las mujeres rara vez se reunían, y los hombres nunca lo hacían, observándose siempre a distancia ya que desconfiaban totalmente unos de otros.

Lo más impactante de la investigación de Mead no son las enormes diferencias entre una y otra cultura, sino que estos dos pueblos están separados por solo 160 kilómetros de distancia y son genéticamente idénticos. Por lo tanto, es su estilo de relaciones aprendido –su cultura, al fin y al cabo– la que los define como individualistas o colectivistas, no su genética.

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