Bajo el sombrío cielo del barrio libio de Janzour, en Trípoli, una mujer sale a la terraza de su apartamento. Es un quinto piso y tiende con parsimonia una colorida colada para que la seque la brisa de esa mañana. Al otro lado de la calle, un muro coronado por un alambre de púas se interpone a la vista y evita también que la brisa acaricie unas raídas camisas y unos zapatos colgados en una de las paredes del centro de detención de Anjila. Allí, más de un centenar de refugiados y migrantes permanecen encerrados.

Fuera de este recinto altamente vigilado, un equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) en el que he trabajado los últimos seis meses acaba de llegar con medicinas, raciones de alimentos y una caja llena de cuadernos. El objetivo del día: abordar tanto las dolencias físicas como las necesidades de salud mental de quienes están allí retenidos. La variedad de síntomas se ve exacerbada por las condiciones precarias e inhumanas de su cautiverio. Algunos de los más patentes son los crecientes ataques de miedo, alteraciones del sueño, depresión y ansiedad.

Los nuevos enfrentamientos —la tercera oleada de combates en siete meses en Trípoli— no han hecho otra cosa que agravar estas dolencias. Los choques han puesto en peligro a los civiles que viven en la ciudad y han dejado a más de 3.000 refugiados y migrantes atrapados en los centros de detención cercanos a las líneas del frente y bajo un riesgo inminente de morir o resultar heridos de gravedad por los bombardeos, los disparos y los ataques aéreos indiscriminados.

Cuando entramos en las instalaciones de Anjila y comenzamos a prepararnos para el trabajo que tenemos por delante, un grupo de unos 80 hombres sale de la celda donde permanecían hacinados. Los guardias les ordenan que se sienten en el suelo en filas de 10 personas. Muchos de ellos no parecen ni siquiera vivos, con la mirada ausente y sus rostros vacíos de toda emoción. Prestan atención, no sin cierto reparo, a una mujer que está de pie ante ellos con un chaleco blanco con un logotipo rojo.

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