Natalia cuenta que tuvo un embarazo sin problemas y un parto natural. Su hijo, un niño sano y fuerte, nació con 3,1 kilos e inmediatamente se puso a mamar, y ella no tiene buenos recuerdos de aquellos días. «Lo primero que hice fue el contacto piel con piel, y el niño fue rectando hasta que subió al pecho y comenzó a succionar espontáneamente. Pero se había prendido mal, el primer enganche ya no estuvo bien y al poco tiempo comenzó a dolerme el pecho y pude observar que tenía grietas en el pezón», relata. A pesar de las molestias, el bebé estuvo mamando todo el día, y al final se quedó dormido. Natalia, agotada tras el parto, también. «Unas cinco horas después, apareció una matrona que me despertó con gritos, regañándome por haberle dejado dormir tantas horas. A mí, en aquel momento, me parecía normal. Me lo colocó de manera muy brusca al pecho, que me sangraba, y me dio un par de instrucciones sobre la posición adecuada y se marchó. A las 48 horas me dieron el alta y llegamos a casa tan felices». Esa noche, la mujer y su pareja se dieron cuenta de que el niño tenía un color morado, los labios arrugados y estaba muy adormilado. Corrieron a urgencias, donde les confirmaron que estaba deshidratado porque no había estaba sacando nada de leche.

«Lo pasé francamente mal porque, además de sentirme culpable, tuve que ver cómo mi niño de dos días no paraba de llorar mientras intentaban sacarle sangre. Allí me dijeron que eso me pasaba por insistir con la lactancia materna en exclusiva, que es fantástica, cuando se puede. Le dieron un biberón y me hicieron prometer que solo si mantenía la lactancia mixta me dejaban marchame a casa con él». Con esta estrategia, pezoneras y extrayendo la leche consiguió aguantar hasta que el bebé cumplió tres meses, cuando tuvo una mastitis, una dolorosa inflamación del tejido mamario. «Pero lo peor de la lactancia no fue el dolor, sino la culpa. Tenía tanta vergüenza por estar dando el biberón a mi hijo que si me preguntaban mis amigas qué tal me iba,

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