Hubo un tiempo en el que para conocer la estratificación social de una localidad bastaba con una misa. Allí, en los laterales de la iglesia, descansaban en capillas los difuntos de los clanes poderosos. Bajo las losas del piso, más ricas cuanto más cercanas al altar, se disponían el resto de familias. Y los pobres, sin medios para comprar una sepultura, yacían en el patio anexo. “Todos eran enterrados en el recinto eclesial y el dinero era la vía para tener cerca de los santos las almas de los seres queridos”, resume Mercedes Granjel, profesora de Historia de la Medicina en la Universidad de Salamanca.

La conocida como peste de Pasajes, una virulenta epidemia que acabó en unos meses de 1781 con más del 10% de la población del estratégico puerto de Gipuzkoa, marcó el principio del fin de una tradición tan insalubre como arraigada en la península Ibérica. Y dio lugar a la creación de los modernos cementerios civiles extramuros. La importancia de este episodio quedó recogida en 1787 en la Real Cédula por la que Carlos III prohibió en España las inhumaciones en las iglesias “con ocasión de la epidemia experimentada en la Villa de Pasage […] causada por el hedor intolerable que se sentía en la Iglesia Parroquial de la multitud de cadáveres enterrados en ella”.

Pese a su relevancia histórica, poco más se sabía hasta la fecha del episodio. “Ahora sabemos que afectó más a mujeres que a hombres y a pobres que a ricos. Tenemos hasta los apellidos de los difuntos”, explica Adrian Hugo Aginagalde Llorente, investigador del Museo Vasco de la Historia de la Medicina de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Él es el autor principal de una investigación —presentada en el congreso de la Sociedad Española de Epidemiología celebrado en Oviedo—, basada en las hojas parroquiales y documentos hallados en el Archivo General de Gipuzkoa, que permite desmenuzar el evento histórico. “Los datos revelan una crisis de subsistencia típica del siglo XVIII, con picos de mortalidad en varias localidades de Gipuzkoa,

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