Matabicho, así es como se le llama al desayuno en Mozambique. Una expresión que en español suena a un mal que se engendra por las noches y que solo la primera comida del día acabaría con él como si fuera el arma más fulminante. Según este símil, se necesitaría entonces un arsenal ingente de alimentos nutritivos para contribuir a aniquilar a un gran bestia en el siglo XXI, el hambre. El hambre en mayúsculas que todavía condena la vida de 821,6 millones de personas. Una de cada nueve se acuesta sin haber comido las calorías mínimas para su actividad diaria, como revela el último informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, presentado este lunes en Nueva York por la Organización de ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Es una cantidad de personas que, lejos de disminuir con el paso del tiempo, aumenta por tercer año consecutivo con 10 millones más que los datos actualizados del curso anterior en un planeta que pierde o desperdicia un tercio de los alimentos que se producen para el consumo humano. Deja además a 149 millones de niños menores de cinco años con retraso en el crecimiento, un dato que revela una insuficiente disminución del 10% en los últimos seis años.

Del otro lado, la obesidad aumenta en todas las regiones del mundo y alcanza la cifra de hambrientos dejando una balanza de malnutridos que aún se desequilibra más si se les suma las personas que sufren sobrepeso, cuyo crecimiento se acentúa en menores en edad escolar y adultos. En 2018, aproximadamente 40 millones de niños menores de cinco años tenían sobrepeso y los adultos con este padecimiento superan los 2.000 millones. El desafío está servido, no es lo mismo comer que estar alimentado y los vínculos entre hambre y obesidad cada vez son más estrechos. «No son problemas contradictorios. El hambre y la inseguridad alimentaria pueden llevar a obesidad y sobrepeso», sentencia Marco V. Sánchez, director adjunto de la división de desarrollo de la agricultura de la FAO y coordinador del informe,

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