En una guardia en las Urgencias del hospital comarcal de Mora d’Ebre (Tarragona), el doctor Marcos Hourmann atendió, por turno de reparto, a una paciente que llegó con un cuadro complejo: infarto agudo de miocardio, hipotensión arterial, cáncer de colon y diabetes descompensada. «Intenté salvarla durante cinco horas, pero empeoró, entró en una fase de shock cardiogénico. Ya no se podía hacer más nada, era irreversible», recuerda Hourmann, médico general y cirujano cardiaco nacido en 1959 y emigrado a Barcelona en los años noventa. Durante el procedimiento escuchó que la mujer, Carmen Cortiella de 82 años, le habló: No quiero vivir más. «La paciente me pidió morir. Dos veces. Sola. Primero no le hice caso, no respeté su deseo y seguí luchando para sacarla adelante. Ella estaba consciente».

El cuadro evolucionó desfavorablemente esa tarde del 28 de marzo de 2005. «Infarto masivo, shock hipovolémico, hemorragia interna y descompensación metabólica» llevaron a Hourmann a certificar su estado terminal. «No había tratamiento curativo posible. Sólo quedaba sedarla. Así lo informé a su hija». Antes de administrarle los mórficos, la paciente le pidió morir por segunda vez. «Me dijo que sufría por ella y por su hija», rememora Hourmann. «La hija aceptó que la sedara y firmó en la historia. Una hora después me volvió a llamar la enfermera, diciéndome que la mujer todavía se ahogaba. Subí a la habitación y ahí estaba la hija. ‘¿Quieres que sea ya?, le pregunté y ella dijo que sí. ‘Las voy a ayudar a las dos’».

«No es matar a nadie, es ayudar a morir, salvarlo de sufrir», sostiene el doctor Marcus Hourmann

Entonces, «cuando la paciente estuvo inconsciente, le inyectó un émbolo de 60 miligramos de cloruro potásico, excluido de los sedativos incluidos en los protocolos», describe la sentencia de la Audiencia Provincial de Tarragona, en la que se declaró culpable a Hourmann por «homicidio imprudente». Esta causa,

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