En diciembre de 2006 se promulgó la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, conocida como «Ley de Dependencia», creada para ser, tras la sanidad, la educación y las pensiones, el cuarto pilar del estado de bienestar en España.

Para la socióloga María-Ángeles Durán Heras su promulgación «fue el reconocimiento más claro hecho hasta entonces sobre la existencia de un amplio y creciente sector de la población con necesidades especiales de cuidado» (La riqueza invisible del cuidado, Universitat de València, 2018).

La Ley de Depedencia supuso incrementar los recursos disponibles para atender a las personas dependientes, incluso en los años de la gran recesión. Entre los años 2007 y 2011 el gasto en dependencia pasó de 3 809 millones de euros a 8 004 millones.

La Ley de Dependencia nació con carácter universal, para cubrir las necesidades de las personas dependientes. Sin embargo, los primeros informes de evaluación ya marcaban claramente que se estaba desviando de los objetivos iniciales.

La gran recesión redujo la eficacia de la ley

A partir de 2011, los ajustes fiscales provocados por la crisis afectaron a la financiación del sistema de dependencia en dos sentidos:

El Real Decreto-Ley 20/2012 y la Resolución de 13 de julio de 2012 de la Secretaría de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, regularon los aportes (copago) de las personas dependientes para costear los servicios que recibían.

Disminuyó la partida presupuestaria destinada a dependencia que las comunidades autónomas recibían del Estado.

En dos investigaciones propias de los años 2017 y 2019, se analizó el efecto del Real Decreto 20/2012 sobre las familias de las personas dependientes. Entonces quedó en evidencia que, con la reforma, su esfuerzo económico había aumentado considerablemente.

Si la ley establecía que el 33% del coste de los servicios deberían pagarlo las personas dependientes,

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