Mientras escribo este artículo no olvido que sí, que yo también soy uno de los cientos de miles de españoles que, de la noche al día, hemos pasado a ser teletrabajadores. Que hemos cambiado la oficina, el laboratorio o el aula por el salón, el dormitorio o incluso la cocina de la casa. Sin más transición ni explicaciones que la publicación fulminante de un Real Decreto.

El teletrabajo no es nada nuevo. Se calcula que en la Unión Europea el 5 % de la población activa teletrabaja normalmente al menos un 25 % de su jornada (4 % en el caso de España). Aprovechan la flexibilidad temporal y espacial que les ofrece. Y hacen bien.

Por otro lado, en las circunstancias de la actual pandemia, resulta obvio que el teletrabajo ha permitido que muchas organizaciones (financieras, administrativas o educativas) puedan continuar con su actividad y que miles de personas mantengamos nuestros puestos de trabajo –a diferencia de otros muchos que temporalmente (esperemos) lo han perdido–. También estoy convencido que el teletrabajo nos hace más llevadero el largo día confinado, evitándonos estar demasiado atentos a las noticias negativas que todos los días nos entran sin pedir permiso.

No obstante, tampoco hay que olvidar que, a pesar de estas ventajas, aquellas personas que teletrabajamos estamos más expuestas a una serie de riesgos y efectos perniciosos (psicológicos, sociales y de salud) a los que tendremos que enfrentarnos.

El riesgo de auto-explotación

¿Estuvo teletrabajando el pasado domingo? ¿Lo hizo algún día esta semana después de las 9 de la noche? Si es así, no hace falta entrar en pánico, probablemente muchas otras personas lo hacían también. Cuando el teletrabajo transforma espacios de la vida privada en lugares de actividad laboral, corremos el peligro de que nuestra jornada se extienda hasta límites insospechados, con una total falta de control de su duración. El teletrabajo puede traernos nuevas formas de explotación.

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