En 1937 España estaba en guerra. Y, sin embargo, el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes republicano recibía la felicitación de la Oficina Internacional de Educación de la Sociedad de Naciones en reconocimiento por el aumento del presupuesto destinado a educación. La partida se había elevado hasta los 142 millones de pesetas de la época, con un incremento de 60 millones. Parafraseando una de las frases apócrifas atribuida erróneamente por las redes a Winston Churchill, para los dirigentes republicanos, si no se luchaba a favor de la cultura, qué sentido tenía el esfuerzo reformador emprendido en 1931 y la lucha contra los golpistas desde julio de 1936.

La proclamación de la Segunda República había convertido en una de las prioridades gubernamentales la extensión de la formación. La principal obsesión fue el desarrollo de una amplia red de Educación Primaria, gracias a la construcción de edificios escolares, la mejora salarial y la ampliación de las plantillas de profesorado e inspección y el impulso de programas de reforma y reciclaje pedagógicos, pues se estaba convencido que ésta era la clave para transformar un país de súbditos en uno de ciudadanos conscientes de sus deberes y sus derechos.

Pasas más hambre que un maestro de escuela

La frase «pasas más hambre que un maestro de escuela» parecía quedar en el pasado. Pero nada fue fácil ni sencillo. Por un lado, la diversidad ideológica estaba también presente entre el profesorado. Y, por el otro, la (exagerada) identificación entre docentes y República provocó resistencias de los sectores conservadores y, especialmente, de una Iglesia católica que tras las Desamortizaciones había visto en su red educativa una fuente de ingresos y de dominio ideológico.

Al estallar la guerra, esta tensión soterrada devino violencia explícita, como recogió icónicamente Manuel Rivas en su cuento «A lingua das borboretas», llevado posteriormente al cine por José Luis Cuerda (La lengua de las mariposas, 1999).

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