Hay muchas decisiones sociales y cuestiones políticas que tienen una fuerte base científica. Podemos caer en la tentación de creer que, si el conocimiento científico de base es sólido e incuestionable, la decisión se resolverá de forma obvia. Sin embargo, esto no es así casi nunca.

«Del dicho al hecho hay mucho trecho», dice el refrán clásico. Lo mismo pasa, en general, entre el conocimiento científico y las decisiones sociopolíticas que han de basarse en él. Comencemos con un ejemplo:

¿Debería construirse una central nuclear en Lemóniz (Vizcaya)?

Esta pregunta es de carácter político. Se trata de una cuestión social a la que cada persona respondería de diferente forma y cuya responsabilidad última recae en quienes tienen delegada la gestión de lo público: los políticos.

¿Puede funcionar una central nuclear en Lemóniz?

Esta segunda pregunta es de carácter técnico y la respuesta es afirmativa, siempre que se den una serie de condiciones como que se construya adecuadamente y en un emplazamiento bien escogido.

Por último, hay preguntas como ¿en qué consiste la fisión del uranio? Su respuesta incorpora el conocimiento científico, que está establecido más allá de toda duda, y que está en la base última del problema.

Si no supiéramos muy bien cómo funciona la fisión nuclear no se podría plantear la construcción de una central. Si no supiéramos construirla no podríamos plantear su instalación en Lemóniz. La decisión última tiene una base científico-técnica importante, pero no solamente hay ciencia en ella.

Podemos imaginar el camino que va desde el conocimiento científico hasta la decisión política como una pirámide. En la base tenemos conocimiento científico «del bueno», del que genera un consenso prácticamente total: la fisión, las reacciones en cadena, la sección eficaz de captura neutrónica del boro, la corrosión del acero, el fraguado del hormigón. En esa base hay cientos de enunciados de muy diversas disciplinas: física nuclear,

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