El coronavirus, un subproducto de la globalización, ha logrado lo que los populismos de diverso signo llevan intentando sin éxito durante varios años, a saber: ponerle coto al proceso globalizador. Debido a la emergencia sanitaria, los gobiernos han decretado el cierre de fronteras, la paralización de los intercambios comerciales y el control de los movimientos de la población.

Todo ello ataca la línea de flotación del proceso globalizador, por cuanto se genera un repliegue de las naciones sobre sí mismas y se recuperan el mensaje emocional de «nuestro país, primero» que tan diluido se había quedado cuando pensábamos que formábamos parte de la «aldea global».

No sabemos si es una reacción pasajera y si todo volverá a ser igual cuando pase el coronavirus. Pero en este momento, y ante la perspectiva de que esto puede durar, tenemos la sensación de que es un cambio de gran calado que está afectando a nuestro modelo de relaciones sociales, y por supuesto al orden económico internacional.

Del teletrabajo a la suspensión de celebraciones

Algunas empresas han decidido poner en marcha planes generalizados de teletrabajo, y otras aún no lo han hecho por no estar técnicamente preparadas para ello. Todas están decididas a aplicar expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) para hacer frente a la pérdida de actividad. Los autónomos ven con verdadero pánico cómo se paraliza su negocio al no tener ninguna red de seguridad que los ampare. En España, las medidas económicas del Gobierno puede que ayuden, pero sus resultados son inciertos.

Hay preocupación en la gente, pero hasta ahora está reaccionando con sensatez, salvo algunos comportamientos extemporáneos relativos al acaparamiento.

La suspensión de celebraciones que parecían inmutables por su valor simbólico y económico (Fallas, Semana Santa, Ferias…) ha sido aceptada por la población con bastante naturalidad, además del cierre de cines y teatros y la suspensión de grandes eventos deportivos.

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