Sumidos en un confinamiento y en una crisis sanitaria sin precedentes, nos afanamos en encontrar fármacos y vacunas para la COVID-19. Estudiamos el funcionamiento del virus y su ciclo vital, valorando las distintas hipótesis sobre su origen. Pero lo que resulta indiscutible es que son nuestros hábitos y comportamientos los que nos ponen en peligro. Porque detrás de esta pandemia está la destrucción de la naturaleza.

No hay sistema sanitario ni fuerzas de seguridad de ningún estado que pueda brindarnos la protección que nos brinda la naturaleza. Una naturaleza que, eso sí, sea rica en especies y que funcione bien.

La biodiversidad, escudo ante los virus

Hace quince años se aportaron las primeras indicaciones científicas sobre la función protectora de la biodiversidad. Gracias a efectos como la dilución de la carga vírica y la amortiguación del contagio, la biodiversidad es una inmensa y eficaz barrera para las zoonosis. Se ha visto en multitud de casos prácticos, desde la gripe aviar a la enfermedad de Lyme, que han ido corroborando y reforzando los primeros estudios teóricos y las primeras simulaciones epidemiológicas.

Cada día comprendemos mejor el origen de la actual pandemia. Los estudios moleculares permiten desentrañar algunos de los pasos claves en esta zoonosis: originada muy probablemente en los murciélagos, pasó en algún momento a los pangolines y de estos al ser humano.

El SARS-CoV-2 ha coevolucionado largo tiempo con el murciélago de forma que cuando este está sano, la carga vírica es mínima. Sin embargo, en estados de estrés, como cuando se le persigue, caza y manipula, el sistema inmune del animal se deprime y la carga vírica se dispara.

Les ocurre algo similar a los demás hospedadores como el pangolín, objeto de caza y tráfico ilegal en muchas regiones de Asia y de África. Es en esa situación, con el hospedador inmunodeprimido alcanzando una alta carga vírica, cuando el virus resulta más peligroso para el sur humano.

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