La terraza, pintada hace poco de amarillo y azul brillante, ha quedado ahora reducida a un amasijo de escombros y barro oscuro. La pared posterior se ha derrumbado, algunos ordenadores se han perdido con el diluvio. Pero estos días, Isabel Méndez y las otras mujeres de la Asociación Kuplumussana tienen demasiado trabajo como para encontrar el momento de llorar por la destrucción que el ciclón Idai descargó sobre su sede, sus hogares y el barrio de Macurungo, que se ha secado enseguida, pero que hay que reconstruir por completo. Es necesario vaciar furgonetas llenas de ropa, harina y arroz para las familias que lo han perdido todo. “Tenemos que enseñar a la comunidad a limpiar el agua con productos a base de cloro para que se pueda beber. Porque sabemos muy bien que la lluvia trae el cólera”, suspira Isabel, evocando el fantasma de la epidemia que ya ha provocado un centenar de casos en la ciudad. A continuación rememora: “El viento derribó mi hogar, un viento terrible que se levantó la tarde del 14 de marzo, cuando corría a casa después del trabajo. Cuando pasó el ciclón, construí una choza con cañas, y ahora vivo allí. Pero no estoy cansada, al contrario, me siento más fuerte, dispuesta a ayudar a otras personas. No hay tiempo para la tristeza”.

Las mujeres de la asociación Kuplumussana son así: tenaces, alegres. Han superado demasiados golpes en sus vidas y parece que ya nada puede asustarlas. Ni siquiera la furia de la naturaleza.

Todos las conocen en Beira, la ciudad del centro de Mozambique doblegada por el ciclón Idai del 14 de marzo, que también arrasó grandes zonas de Malawi y Zimbabue. En Mozambique se han contado casi 600 muertos, un millón y medio de personas desplazadas, 700.000 hectáreas de tierras agrícolas perdidas. En Beira, cuyo puerto en la desembocadura de los ríos Pungwe y Buzi representa una infraestructura crucial para los países vecinos, aún no se ha terminado el recuento de los daños: edificios sin tejado, árboles arrancados,

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