Conocer los últimos avances en neurociencia puede ser fascinante y descorazonador. Hasta hace poco más de un siglo, apenas se cuestionaba la visión del filósofo francés René Descartes que separaba cuerpo y mente. En aquel mundo, las enfermedades mentales eran defectos morales y la libertad o la conciencia dependían de nuestra voluntad o de la de Dios, pero no de la forma en que se organizaban los sesos dentro del cráneo. La experiencia posterior ha mostrado hasta qué punto somos esclavos de la materia.

Uno de los casos que lo demuestran es el de Phineas Gage, un obrero estadounidense del ferrocarril que sobrevivió a un accidente en el que una barra de hierro le atravesó el cerebro. Sus compañeros se alegraron por el regreso improbable de aquel compañero competente y amable, pero pronto se dieron cuenta de que ya no era el mismo. Dejó de llegar a tiempo al trabajo y se volvió agresivo e impaciente. Los daños que había sufrido en el lóbulo frontal, una región que permite gestionar las emociones o planificarse, habían hecho desaparecer para siempre al viejo Gage.

Después de aquel caso, se ha observado en multitud de ocasiones que los daños en áreas del cerebro importantes para procesar las emociones pueden condenar a quien los sufre a la parálisis. Pese a mantener intacta la capacidad de raciocinio, estas personas no pueden elegir. Platón quiso organizar una sociedad en la que mandasen los filósofos, basándose en su razón perfecta y en criterios objetivos, pero no sabía cómo funciona en realidad el cerebro humano. Como explica Johnatan Haidt en La mente de los justos, cuando se adopta una postura, en particular una que involucra nuestra moral, son las emociones las que nos empujan en una dirección. Después, la razón se encarga de justificar una decisión que ya han tomado las tripas.

Trastornos como la esquizofrenia o el autismo pueden levantar inhibiciones y revelar capacidades artísticas

La comprensión de los trastornos cerebrales nos está ayudando a entendernos mejor a nosotros mismos y de eso,

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