Solemos creer que sabemos quienes somos e incluso que sabemos quienes son los que nos rodean. Y, probablemente, casi todos creemos que esa forma de ser, con pequeños matices, será la misma para toda la vida. Es probable incluso que haya quien crea que esa personalidad está inscrita en un alma inmortal que perdurará cuando el cuerpo se pudra. La historia de un número desconocido de mártires involuntarios de la ciencia sugiere, sin embargo, que estas creencias son, probablemente, erróneas.

El estudio de lesiones cerebrales muestra que la identidad de un individuo no es eterna y que depende de la integridad de un órgano más bien frágil. El paciente más famoso de la historia de la neurología, Phineas Gage, un trabajador del ferrocarril de EE UU que vivió a mediados del siglo XIX, fue un hombre admirable durante sus primeros 25 años de vida. De pronto, un día, mientras trabajaba, una explosión convirtió en un proyectil una barra de hierro que le atravesó la cabeza de abajo arriba, saliendo por la parte superior de su cráneo y cayendo a más de 20 metros de distancia. Siguió consciente durante todo el tiempo y una cirugía de urgencia le salvó la vida. Pero según decían quienes le conocían, Gage ya no era Gage. Se volvió inestable, no se sabía controlar sus impulsos y perdió su trabajo.

Un cirujano observó que el pene podía seguir produciendo orgasmos después de amputado

Gage es uno de los protagonistas de Una historia insólita de la neurología, el libro de Sam Kean que se ha editado recientemente en español en el que el escritor recuerda cómo mutilados de guerra y víctimas de enfermedades terroríficas han servido para entender cómo funciona nuestro cerebro. Como dice Kean al final de su historia, las tragedias de todas esas personas nos han enseñado que cada atributo psicológico tiene una base física y una lesión desafortunada puede hacernos perder cualquier rasgo de nuestro repertorio mental, por sagrado que parezca.

Uno de los pioneros de la neurología, el cirujano Silas Weir Mitchell,

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