El alcance mundial del virus SARS-CoV-2 demuestra que en esta era de globalización un fenómeno originado en un rincón remoto puede tener consecuencias en el otro extremo del mundo días o incluso horas después. La emergencia de nuevos patógenos no es algo nuevo, pero ¿por qué ha alcanzado la COVID-19 la condición de pandemia?

El SARS-CoV-2 se ajusta de manera óptima, desafortunadamente, al patrón más probable y temido de patógeno emergente de éxito que se barajaba en el mundo científico desde hace años. Se trata de un virus (lo que favorecería su rápida adaptación), de origen animal, desconocido para el mundo científico, de (relativamente) baja mortalidad y alta transmisibilidad, y originario del sudeste asiático, en el que existe una formidable variedad de especies animales que comparten nicho con el hombre.

A pesar de que el SARS-CoV-2 encaja con ese retrato robot, el mundo no ha sido capaz de prevenir su rápida diseminación, y hoy está presente en más de 180 países. A ello han contribuido su elevada transmisibilidad, su capacidad de ser diseminado antes de dar síntomas y la elevada proporción de casos asintomáticos o con cuadros leves.

Los primeros casos notificados a finales de enero en varios países europeos (Francia el día 24, Alemania el 27, Finlandia el 29 y Reino Unido, Italia y Suecia el 31) habían estado en zonas de riesgo, lo que hizo pensar que se podría contener la diseminación del patógeno. Esa percepción se mantuvo hasta la segunda quincena de febrero, cuando la identificación de un gran número de personas infectadas en el norte de Italia puso de manifiesto la existencia de transmisión local incontrolada. Esta se había pasado por alto, en ausencia de signos clínicos, durante estas primeras y críticas semanas en las que tuvo lugar la diseminación del virus por todo el mundo.

Durante la primera semana de marzo esta situación se generalizó en otros países de Europa.

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