Una de las decisiones más importantes que cualquier persona puede tomar por su salud es comer poco y bien. El sobrepeso y la obesidad son el pasaporte a la enfermedad metabólica, y de ahí a la intolerancia a la insulina, la diabetes, el infarto, las dolencias neurodegenerativas y algunos de los cánceres más extendidos. De hecho, la restricción calórica –pasar hambre, pero con un cuidado exquisito para que no falten nutrientes esenciales— es una receta bastante general para alargar la vida en el mundo animal; en nuestra especie no está demostrado que sea así, aunque sí hay indicios de que puede mejorar la salud. Mucha gente sabe eso, con un mayor o menor grado de consciencia. Pero una cosa es saber lo que es aconsejable y otra es hacerlo. De todos los consejos que pueda dar a la población una autoridad sanitaria, el de pasar hambre es el que lleva más papeletas de ser desatendido. La medicina necesita otros enfoques.

Lee en Materia uno de los más originales: inspirarse en los osos. Parece absurdo, puesto que ni están delgados ni se caracterizan precisamente por su moderación a la mesa, con esos atracones de salmón que se pegan, y eso cuando no se comen a un turista. Pero esto es justo lo envidiable de estos gordos peludos, que por más que coman, engorden y se hagan resistentes a la insulina, no enferman por ello. Como otros animales que hibernan, los osos tienen que engordar como ceporros en preparación para la estación de las vacas flacas, pero eso no perjudica su salud. Los científicos quieren saber por qué, en primer lugar por curiosidad, y luego porque los trucos que utilicen ellos nos pueden ser de utilidad a nosotros, pobres humanos de carne y grasa.

El objetivo no va a resultar un camino de rosas. Los investigadores han descubierto 364 genes relacionados con la hibernación y la obesidad, y encontrar algún tipo de molécula que interfiera con cada uno de ellos es por el momento un tiro muy largo. Pero la propia investigación muestra que el objetivo debe ser posible,

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