“Madrid será la tumba del fascismo”, rezaba la célebre consigna que abanderaban los defensores de la segunda República durante la guerra civil española. El augurio no llegó a cumplirse en el sentido metafórico que aquellos esperaban, pero quizás sí en el literal.

Más allá de los numerosos oficiales del régimen que irían a parar a algún camposanto madrileño al terminar sus días, la capital de España fue convirtiéndose, durante la larguísima dictadura de Francisco Franco, en refugio VIP para jerarcas de todo origen y condición, sobre todo latinoamericanos. Solo en el cementerio de San Isidro se encuentran enterrados tres de los más célebres: el cubano Fulgencio Batista, el venezolano Marcos Pérez Jiménez, el croata Ante Pavelic. En el caso de Franco, el Gobierno acaba de aprobar la exhumación de sus restos para el 10 de junio. Si antes no lo impide el Tribunal Supremo o algún último movimiento de la familia Franco, se llevarán al cementerio de Mingorrubio, en El Pardo, donde está enterrada su mujer, Carmen Polo.


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Tumba de la familia Batista en el cementerio de San Isidro, en Madrid. M. A. O. L.

Batista, derrocado por Fidel Castro en 1959, murió en Marbella en 1973, pero descansa en San Isidro con su mujer e hijos. Su primera parada en el exilio fue la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo, dictador dominicano que inspiraría la novela de Mario Vargas Llosa La fiesta del chivo, y que también fue enterrado en Madrid –éste en el cementerio de El Pardo–, trasladado su cadáver desde Francia.

Pérez Jiménez, cuya huida del palacio de Miraflores, en 1958, supuso la primera caída de un dictador latinoamericano en el siglo XX, tal y como recordaban Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo en El olor de la guayaba (subió al avión “enfurecido con su edecán porque en la precipitación de la fuga había olvidado un maletín con once millones de dólares”), disfrutó de un plácido retiro en el barrio residencial de La Moraleja,

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