A medida que pasan los días, se van dibujando con mayor nitidez las aristas del poliédrico fenómeno de la pandemia de COVID-19, de dimensión mundial pero tan intensa localmente.

Entre sus consecuencias más nefastas, aparece el aumento de la desigualdad, incluso en la forma de afrontar la lucha contra el coronavirus. No es lo mismo disponer de un sistema público de salud universal, como es el caso de España, o depender de un seguro médico privado, como en EE.UU. Y distinta es también la situación en la India, que dispone de un médico por cada 20 000 personas, o el caso del continente africano, con uno de los sistemas de salud más frágiles del mundo.

Aunque las constituciones de México y Perú incluyen la salud pública como un derecho social garantizado, y las de Venezuela y Brasil la definen como «derecho de todos y deber del Estado», lo cierto es que los países de la región le dedican unos recursos muy exiguos.

En 2015, México destinó el 2,8% de su PIB a la salud pública y Venezuela apenas el 1,9%, mientras que el promedio en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) fue del 6,6%.

Desigualdad y confinamiento

El confinamiento en el que vive actualmente casi una tercera parte de la población mundial hace más evidente la desigualdad habitacional. Estar confinado en una chabola con la nevera vacía no es lo mismo que estarlo en una casa con jardín y piscina, o en un piso de 110 metros cuadrados.

Las medidas higiénicas recomendadas para contener la expansión del coronavirus resultan casi imposibles para muchas personas en India, donde más de 70 millones de personas viven en chabolas, y la mitad de la población no tiene un lavabo en casa.

Trabajo y desigualdad

Es muy probable que los cambios que se produzcan en el mercado laboral a consecuencia de la COVID-19 acentúen la desigualdad.

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