Paulina está harta. Está cansada de aparentar que está bien y sentir que por dentro todo se desmorona. Ha sido una pelea de 11 años, de idas y venidas, contra el deseo de morir. “Los demás van a estar mejor sin mí”. “Estoy hundida otra vez y no puedo salir”. “Mi familia cree que estoy enferma, no entienden por qué no quiero vivir”. Los pensamientos se precipitan uno tras otro, le estrujan el pecho, la paralizan. Otros cinco miembros del grupo de apoyo La Esperanza se sientan en círculo y desnudan sus historias de vida. En el hospital psiquiátrico de Yucatán, la lucha contra el suicidio se libra todos los días. En esa batalla murieron 246 personas el año pasado, el máximo histórico y una cifra cinco veces mayor a los asesinatos en la entidad, hasta convertirse en uno de los Estados donde la gente se quita más la vida en México.

En un país sofocado por la crisis de violencia más aguda de los últimos 20 años, Yucatán ha emergido como un oasis apacible. En 2018 hubo 48 homicidios dolosos, un número que en otras regiones se superaba en dos días. Mérida, su capital, ha sido reconocida por Naciones Unidas como la ciudad más habitable de México y cada año atrae a 1,5 millones de turistas. Ocho de cada 10 habitantes dicen estar felices con su vida, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Su Gobierno es el mejor evaluado del país, apunta una encuesta reciente. En un mar de buenas noticias, Yucatán busca un salvavidas para disminuir una tasa de 11,2 suicidios por cada 100.000 habitantes, más del doble que el indicador nacional (5,1). “Es una emergencia”, afirma Arsenio Rosado, el subsecretario local de Salud Mental.

Paulina se seca las lágrimas con un pañuelo desechable. Trata de contenerse. La ansiedad hace que su pie derecho se mueva de arriba abajo cuando recuerda una discusión con su madre, el detonante de su última crisis. Víctor, a su izquierda, llegó al grupo por deudas.

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