Desde que encontró sentido a hacerse preguntas, Modisana Mabale no deja de darle vueltas a una. «¿Por qué mis vecinos, los padres de mis amigos, los hijos de mis amigos, mis amigos, se empeñan en llenar de basura nuestras calles?» El servicio municipal de recogida de residuos no pasa demasiado por el barrio sudafricano de Sharpeville, aunque no le falta trabajo: en la explanada que hace de campo de fútbol se acumulan tetrabriks, bolsas de plástico cargadas de residuos y una taza de Angry Birds con el asa rota. Al otro lado, delante de la portería que marca el linde del camino que conduce a la escuela, hay más bolsas con los desperdicios de hace demasiados días, varias montañas de plásticos y suficientes razones para seguir preguntándose «¿por qué nos hacemos esto?».

“La manera en la que tratamos a nuestro entorno define quienes somos. Refleja lo que somos y cómo estamos. Una metáfora de lo que ha ocurrido en Sharpeville”, prosigue Mabale, agitador cultural del barrio y miembro del colectivo Street Arts Government. Ubicada en cinturón industrial de Gauteng, apenas a 45 minutos en transporte colectivo de Johannesburgo, la barriada fue creada a mediados de los años treinta para realojar a los trabajadores negros asentados hasta entonces en los alrededores del municipio de Vereeniging. El gueto tomó el nombre del que entonces era alcalde de la ciudad, el escocés John Lillie Sharpe.

Hoy Sharpeville sigue siendo un lugar gris. Gris por las carrocerías desvencijadas de los vehículos que, de vez en cuando, atraviesan las calles que deberían ser gris-asfalto pero son cada vez más polvo seco o barro pegajoso en función de la estación. Gris porque el humo de las acerías, tejares y minas en las que ya no trabajan apelmaza la respiración. Gris porque no hay demasiadas oportunidades de mirar al futuro. “La disposición urbana de la zona fue pensada teniendo en cuenta las corrientes del viento (que podían estar contaminados por la industria), para que atravesara los township (asentamientos) y no los barrios de blancos”,

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