Juan José pesa 140 kilos menos que hace un año. En septiembre de 2018 se sometió a una reducción de estómago y, desde entonces, no ha dejado de bajar de peso. Ahora ya puede salir a la calle pero, para él, “nada ha cambiado”. “Llegué a pesar 300 kilos. Ahora estoy en unos 160. Mi calidad de vida ha mejorado pero estoy igual que antes: salgo porque tengo que andar pero no me apetece, no tengo a dónde ir y no me gusta relacionarme con la gente”, admite. En términos clínicos, Juan José es un paciente de éxito de la cirugía bariátrica porque ha logrado bajar casi la mitad de su peso. Pero la depresión que arrastra desde mucho antes de la intervención, eclipsa ese triunfo. Según la Sociedad Española de Cirugía de la Obesidad (SECO), la tasa de éxito a los dos años es del 90%, pero a largo plazo, baja al 60%. Los expertos apuntan a factores psicológicos detrás del fracaso y defienden reforzar esta disciplina en el abordaje terapéutico.

La obesidad es una enfermedad compleja, sistémica y multicausal que se caracteriza por la acumulación excesiva de grasa —un índice de masa corporal (IMC) superior a 30 kilos por metro cuadrado—. En su origen influyen elementos genéticos, pero también ambientales, metabólicos y psicológicos. Esta dolencia, que afecta al 17% de los adultos y al 10% de los menores en España, se suele tratar con dietas, ejercicio físico e, incluso, tratamiento farmacológico. Pero si todas las alternativas terapéuticas primarias fallan, se abre la puerta a la cirugía bariátrica, un conjunto de operaciones de reducción de estómago para restringir la entrada o la absorción de los alimentos. Estas intervenciones se indican a los obesos más graves, con un IMC superior a 40; o a aquellos con un grado de obesidad menor (IMC de 35), pero que con otras enfermedades asociadas, como la diabetes. Según el Ministerio de Sanidad, en 2017, último año del que hay datos, se realizaron 6.224 cirugías bariátricas, el 77% en la sanidad pública. La lista de espera ronda los 500 días,

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