La situación tan extraordinaria que estamos viviendo como consecuencia de la pandemia de COVID-19 es solo comparable, salvando las distancias, a la que hace poco más de un siglo padeció el mundo con la de gripe de 1918. Los efectos que ha producido el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 en todos los países son de enorme gravedad desde los puntos de vista clínico, económico y social. Ante ello, el personal sanitario está dando su vida (en algunos casos de forma literal, lamentablemente) para intentar salvar la de los demás. Nunca les agradeceremos lo suficiente todo lo que están haciendo. Los científicos intentamos aportar también nuestro trabajo y experiencia al conocimiento de este virus y a la lucha contra él.

Sin embargo, a la vez también se están difundiendo por distintas vías informaciones falsas, sesgadas y malintencionadas sobre todo lo relacionado con esta pandemia. En un mundo globalizado en el que triunfan los bulos propagados a velocidad meteórica por todo el planeta, uno de los temas que está generando mayor desinformación es el relativo al origen del SARS-CoV-2. Así, los conspiranoicos más imaginativos han afirmado que es un virus artificial, fabricado en un laboratorio.

La ciencia no se basa en opiniones

A diferencia de los opinadores, los científicos se basan en datos y en el pensamiento racional. Así, tras comparar a escala molecular este virus con otros relacionados que se han caracterizado durante las últimas décadas (desde que en 1965 fue descrito el primer coronavirus), nos dicen precisamente lo contrario.

El SARS-CoV-2 no es un virus artificial, sino que ha surgido por selección natural a partir de otros del género Betacoronavirus, dentro de la familia Coronaviridae. Su genoma (una cadena de ARN de unos 29 900 nucleótidos de longitud) muestra diferentes porcentajes de similitud de secuencia con respecto a los otros seis coronavirus humanos conocidos. Entre ellos hay dos que se hicieron tristemente famosos en los primeros años de este siglo: el SARS-CoV-1,

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