Durante el festejo de fin de año del jardín de infantes, los padres y docentes ya lo advirtieron: en los campos cercanos estaban fumigando. Esta escuela rural, que también tiene primaria y secundaria, se encuentra en el Paraje Cañada de Arias, a unos 70 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. Fatima Sosa, mamá de Juana, una alumna de cinco años, estaba en el acto junto a su hija. Al terminar la fiesta, que fue dentro de un salón, se fueron rápido a su casa para que los agroquímicos no las afectaran. Hoy, para Sosa es una preocupación dejar a su hija en la escuela y que fumiguen tan cerca.

“Yo vivo en la zona hace 24 años. Incluso fui a la misma escuela que mi hija y antes no se veía tanta agricultura alrededor. Muchas familias vendieron sus campos, dedicados a la ganadería y se fueron. Cada vez avanza más la siembra y hay menos gente”, comenta Sosa.

Este caso no es aislado. En Argentina hay unas 15.000 escuelas rurales, que conviven con la producción agraria. Argentina es el tercer productor de soja del mundo. En 2017, cultivó 47 millones de toneladas.

Esto hace que gran parte de los alumnos hayan estado alguna vez cerca de algún agroquímico, ya sea a través de bidones, mochilas o un mosquito fumigador. En noviembre de 2018, en el primer Encuentro Regional de Pueblos y Ciudades Fumigadas, se calculó que unos 700.000 niños y adolescentes están en riesgo por las fumigaciones que se llevan a cabo sin control en los campos cercanos. Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos son las provincias más afectadas.

Los docentes rurales buscan crear redes para que se tome conciencia de la problemática. Ana Zabaloy fue un ejemplo. En octubre de 2015, su escuela fue fumigada en horario escolar, incumpliendo las normas establecidas por la normativa vigente en la zona. El 9 de junio de 2019, murió de cáncer. En un chequeo al que se sometió Zabaloy en 2016, se corrobora que la maestra tenía una cantidad 14 veces superior a la que es considerada “normal” de glifosato en sangre.

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