La tarjeta de visita reza: «Mr. Kouroma Mamady. Chófer de vehículos». Su dueño la entrega con soltura a todo el que sube a su automóvil en las calles de Conakry, la capital de la República de Guinea. Como buen taxista, es el mejor conocedor de los sentires de la ciudad y sus habitantes, y desde su puesto fue testigo de los estragos que la epidemia de ébola causó a este y a los vecinos Sierra Leona y Liberia entre 2014 y 2016, con un saldo de 28.500 infectados y más de 11.300 muertos. «¿Que si lo noté? Sí, sobre todo en que tuve menos trabajo», afirma. «¿Enfermar? No, por suerte ni yo ni mi familia». Y añade que en realidad no tuvo demasiado miedo de que un cliente le pudiera contagiar, porque siempre iban en el asiento trasero y apenas había contacto físico. Como mucho, para entregar los francos que costase la carrera.

Han pasado tres años y, a primera vista, Conakry desprende normalidad en sus ruidosas calles, en sus muelles de cara al Atlántico y en el ir y venir de sus ajetreados ciudadanos. Pero una observación más detallada revela que una tragedia así no se olvida: el ébola dejó aquí 3.814 afectados, de los que fallecieron 2.544, además de un reguero de problemas menos visibles que el país se esfuerza por resolver. Uno de ellos es un sistema sanitario más frágil de lo que ya era antes.

El ébola costó mucho dinero: la economía de los tres países afectados perdió dos mil millones de dólares por el impacto de la epidemia, según calculó el Banco Mundial en su informe Fortalecimiento de los sistemas de salud después del Ébola. A ellos hay que sumar el coste de la recuperación, que se estimó en 812 millones de dólares para Liberia, 844 millones para Sierra Leona, y 2.890 millones para Guinea. Este último es uno de los países más pobres de África a pesar de sus abundantes recursos naturales: más de la mitad de su población vive bajo el umbral de la pobreza y su PIB per cápita es de 730 euros (el de España es de casi 26.000).

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