Estos días, entre la avalancha de catástrofes naturales, hecatombes políticas, apocalipsis tuiteros y chorradas variopintas que constituyen la oferta informativa, me ha conmovido una noticia. Masako Owada, princesa consorte de Japón, ha cumplido 55 años y ha confesado su miedo en vísperas de su acceso al trono junto a su marido, Naruhito, en sustitución de sus imperiales suegros. El mal de Masako no es nuevo. Sufre “problemas de ajuste debido al estrés” desde 2006, cuando la salud mental de esta economista y diplomática de élite se quebró, supuestamente, por no concebir un varón en un país que no permite reinar a las mujeres. A pesar de sus progresos, la heredera no está repuesta, sus médicos advierten de que un exceso de expectativas sobre su figura podría revertir el proceso, y ella admite su vértigo.

Masako no me da pena. Podría renunciar, quedarse en palacio, decirle a Naruhito ahí te quedas. Pero, salvando los abismos, la entiendo. Me lo confirmaban hace nada los médicos de un centro de relax para millonarios. El estrés y la ansiedad son los males más extendidos y menos clasistas del globo. Lo padecen desde poderosos con miles de esbirros a desposeídos sin nada que echarse al coleto, igualados por el pánico a levantarse del lecho. Luego se levantan. Y cuadran balances, y sellan acuerdos, y cortan cabezas. O ponen lavadoras, o le limpian el orto al padre enfermo, o se las buscan para comer caliente. Pero todos, pobres y ricos, sienten que no pueden con su vida. Se me dirá que esto no es nuevo y que me estoy yendo por los cerros de Tokio para no meterme en charcos más cercanos y cenagosos. Vale. Pero entre la impostura de nuestros políticos y nuestra realeza —ay, esos Eméritos posando cual pareja feliz, o pareja a secas, para felicitarnos las Pascuas—, la confesión de Masako se antoja un destello de verdad en medio de las mentiras que nos venden y les compramos.

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