LAURA (Motril, 2004) es una adolescente con una sonrisa perpetua que pareciera difícil desdibujar. Es su alegría de saberse diferente, su prematura sabiduría de llevar la singularidad con orgullo. “A mí y a mis amigos no nos gustan las mismas cosas que a los demás. Nos preocupamos por cosas distintas”, explica durante una hora de clase que se ha podido saltar para sentarse con calma con nosotros dentro de su atareada vida, un continuo trajín de escolar juiciosa que va desde que desayuna un té paquistaní con tostadas con su madre a las 7.30 hasta que se mete en cama después de las 22.30 y lee hasta que se queda frita. “A nosotras no nos hacen gracia los programas de Telecinco, que son, si se puede decir, una auténtica basura”, dice con la boca pequeña, como si le diera reparo descalificar el gusto mayoritario, “ni estas músicas como el trap o el reguetón con letras que no tienen ningún sentido profundo, que son solo un negocio”. Para conocer qué le atrae a ella basta un vistazo a su habitación, su templo, al que nos dio paso durante los días que la visitamos. Un cuarto muy ordenado, reflejo de una mente precisa, en el que destacan los pósteres de dos maravillosos bichos raros como Freddie Mercury y Elton John. “Fueron unos incomprendidos y a la vez unos genios de la música”, nos dice Laura en un aula vacía del instituto José Martín Recuerda, un centro público, bullicioso e iluminado por el sol espléndido de Motril, rodeado por un barrio modesto llamado Huerta Carrasco del que llegan a mediodía, colándose en las clases, los sonidos de otra rama genial, peculiar y orgullosa de la música, el flamenco.

Su madre, María, de 46 años, nos dice que le asombra la cantidad de intereses que tiene su hija. “Se ha apuntado a guitarra, a gimnasia rítmica, a tenis, a voleibol, a teatro y a toda actividad que se le cruce por el camino”, ríe. “Es una valiente, y a mí, que siempre fui muy cobarde, me da una alegría inmensa ver que es así”.

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