En la cultura política de algunos países, los think tanks (o centros de pensamiento) constituyen verdaderos motores de influencia y creatividad. Nombres como Brookings, Chatham, Carnegie o Bruegel son al mismo tiempo laboratorios de ideas, espacios abiertos de debate y refugio para expertos que, antes o después, ocupan cargos de responsabilidad en la administración pública. Sus mejores productos alcanzan el equilibrio imposible entre un artículo académico, una pieza de opinión periodística y la nota técnica que debería leer un ministro. Incluso en el caso de los centros definidos ideológicamente, su opinión es respetada como puente entre las torres de marfil universitarias y la miopía electoral de la acción de gobierno.

Con esta descripción, ya se habrán dado cuenta ustedes de que hablamos de animales de otra época. En la era del debate binario, los alegatos de medio párrafo y los públicos segmentados, una organización que produzca recomendaciones fundamentadas en un análisis racional constituye un exotismo innecesario.

Tomen el ejemplo del Brexit: ¿quién puede tener interés en la evidencia empírica cuando la posición la marcan las vísceras?

El Brexit, de hecho, demuestra que, ni siquiera cuando son escuchados, todos los think tanks son fiables. Como denunciaba recientemente un duro editorial de The Guardian/Observer, algunas organizaciones han actuado en este proceso como meros “cabilderos de grupos de negocios” y posiciones ultraconservadoras. Centros que se encuentran, curiosamente, en el grupo de cola en cuanto a la transparencia de su financiación.

El reportaje periodístico al que acompañaba la editorial denuncia el caso de un trabajador despedido primero y difamado después por el centro TaxPayers’ Alliance tras haber alertado sobre gastos no permitidos en la campaña por la salida del Reino Unido. Pues bien, este oscuro e influyente think tank prefirió aceptar todas las sanciones laborales y legales antes de verse obligado a declarar quién financiaba sus operaciones. Es decir, quién controlaba su estrategia.

Ningún centro de pensamiento debería estar autorizado a emitir opiniones “imparciales” si no es capaz de demostrar su imparcialidad,

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