En tan solo unos días, todo ha cambiado y nada es igual. ¿Quién diría hace siquiera una semana que nos veríamos como estamos hoy? Llevaban los economistas más agoreros escrutando datos, cifras, series y gráficos en pos de una crisis que anunciaban por llegar, sin reparar en un virus que escapaba a unos modelos en los que habrá una nueva variable que incorporar: la de las pandemias globales.

Ya sé que ahora no toca hablar de economía más que para poner los recursos que hagan falta, cuesten lo que cuesten, como ha dicho Emmanuel Macron, al servicio de la salud. Ya sé que, como en toda emergencia, lo primero será evitar los colapsos y derrumbes, rescatar y salvar víctimas, despejar escombros, tanto en la economía como en la salud, antes de ponerse a reconstruir.

Para cuando ese momento llegue, hay algunas cosas que no podremos ignorar. Que las consecuencias económicas de este dichoso virus amenazan con ser devastadoras, porque ni en la gran recesión de 2008 llegó a pararse, como lo está haciendo ahora, la actividad de la economía real, ni llegó a tener un alcance tan global. Y que el panorama que se ofrece es el de unos «shocks» de oferta, de demanda y de deuda, todos juntos y a la vez.

El de oferta, con la ruptura de las cadenas de suministro y de valor y la paralización de la producción, no podrá afrontarse hasta que se supere la emergencia sanitaria y, poco a poco y dificultosamente, empiece a recuperarse la normalidad.

Y para los «shocks» de demanda y deuda, no habrá otras recetas que inundar de liquidez, dotar de coberturas a los trabajadores, autónomos y empresas, poner en marcha potentes políticas fiscales expansivas e incurrir en unos déficits públicos que algún día habrá que ver cómo revertir y pagar.

Esto no es un paréntesis

Pero lo que ahora quiero resaltar es algo sobre lo que no deberíamos llamarnos a engaño: esa idea de que estamos en un paréntesis tras el cual todo volverá a la normalidad.

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