La ELA ha entrado como un huracán en este piso de Cuatro Caminos, en Madrid. Ahora las puertas son más anchas para que pase la silla motorizada de Pepe, de 63 años. Mari Luz dejó su trabajo de contable. Al dormitorio le han añadido un baño sin barreras. De momento, siguen viajando. “Yo cojo las tres sillas”, cuenta ella, “y las meto en la furgoneta”. ¿Tres? También una plegable para lugares angostos y otra para utilizar el wáter. Luego llegará la grúa, el colchón antiescaras… Más dinero. El Estudio sobre las enfermedades neurodegenerativas en España y su impacto económico y social, de 2016, cifra en 34.593 euros lo que gastan anualmente los enfermos de ELA y sus familias.

“Tenemos enormes necesidades que no cubren ni la atención sanitaria ni la ley de dependencia”, explica Pepe. “Antes o después llega la traqueostomía, y a partir de ahí precisas atención 24 horas. Muchos deciden no hacérsela y morir. No hay ninguna residencia en la que tengas una persona a tu lado por si falla el respirador. Si estás en casa, has de disponer de al menos tres cuidadores. Mínimo 3.000 euros al mes”. Una silla con motor ya vale eso. La suya es heredada, “de un compañero que ya no está”.

Las asociaciones dan soporte. Paco hace yoga por videoconferencia, uno de los servicios de la Asociación Española de ELA (adEla) y pronto empezará la terapia ocupacional para retrasar la inmovilidad en las manos. Es voluntario de la Plataforma de Afectados de ELA y la Fundación Francisco Luzón. Cree que el grueso de las decisiones sobre morir o vivir tiene que ver con la situación económica, anímica o ambas cosas. “Si miras a derecha y a izquierda y no hay nada, aunque dispongas de dinero, no encontrarás razones para seguir”.

La presidenta de adEla, Adriana Guevara, afirma que los enfermos no son libres. “Pedimos que tengan cuidados dignos. Con al menos un cuidador y asistencia domiciliaria. No son tantos, entre 3.000 y 4.000 en toda España (la ELA se considera una enfermedad rara).

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