Germaín se estruja los ojos, dice que cree que tiene fiebre, se ve mareado y fastidiado. Su mamá saca una sábana del bolso y lo manda a dormir. El pequeño se coloca la tela como una capa y camina unas cuadras hasta un recodo de la estación del Metro Plaza Venezuela, en el centro de Caracas. Tiene 12 años y ahí comparte un colchón con otros niños de un grupo de 15, la mayoría sin sus padres, que vive en ese trozo de acera, frente a la sede del servicio de inteligencia venezolana (Sebin). Los adultos se acomodan sobre cartones bajo un puente, a las orillas del contaminado río Guaire que cruza Caracas, particularmente fría este diciembre.

“Es que hoy no hemos comido”, justifica Thairen Arenas, de 39 años, que desde hace dos años vive en la calle con dos de sus cuatro hijos. El hoy al que se refiere la mujer, desempleada y sin estudios, es la noche después de Navidad, cuando varias fundaciones recorrieron algunas avenidas de Caracas para repartir comida típica navideña y regalos a las cada vez más numerosas personas sin hogar. “Así es esto, un día te llegan muchas bendiciones (comida), como ayer que nos trajeron hallacas y juguetes para los niños, y otro no tienes nada y nos toca reciclar”. Reciclar es buscar los restos de comida de los restaurantes y también pedir dinero. Arenas está con otra mujer y otros niños. En medio de la conversación llega una “bendición”. Un transeúnte les regala una rebanada de pan mordida. La mujer la reparte entre cinco pequeños.

En la acera de enfrente está María, de cinco años, con un botín de juguetes que ha sacado de la basura. Son ganchos de ropa botados por una tienda. Se los enseña a su mamá, Miriam Sánchez, de 52 años, que está con otros de sus hijos, sobrinos y nietos. La acompaña Eva Solórzano con su prole. Todos viven bajo un puente desde hace cuatro años, aunque ambas tienen vivienda en las afueras de Caracas. “Tenemos casa, nuestro ranchito en los Valles de Tuy,

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