Las condiciones son más que óptimas. Húmeda, cálida y llena de recovecos, la boca es el ecosistema perfecto para mantener hongos, virus, protozoos y, al menos, 700 especies de bacterias que viven en ella. Es el segundo microbioma más poblado del cuerpo, después del que habita en el sistema digestivo. Estos microorganismos inician el proceso de digestión y cuidan de la salud oral, pero también pueden desencadenar desdichas de las que el mal aliento y la acumulación de placa son solo el principio. «Una mala higiene bucal puede derivar en problemas como las caries o la periodontitis [una infección en las encías], pero también en dolencias mucho más graves como el infarto de miocardio, la disfunción eréctil e incluso la demencia«, explica Bruno Baracco, portavoz del Colegio de Odontólogos de Madrid y profesor de la Universidad Rey Juan Carlos. Y la mayoría solo tenemos un mango con unas cerdas para defendernos.

Hay numerosas opciones para mantener en orden el zoo de la boca, como el hilo dental, el colutorio, los cepillos interdentales y los limpiadores de lengua, pero el rey del cepillado sigue siendo el cepillo de dientes. Lo es desde que los egipcios inventaran este utensilio que, por humilde, parece poco importante. No lo es, y sabes menos de él de lo que deberías.

El eléctrico no siempre es mejor, y los cepillos duros tampoco

Salvando los pequeños cambios en el diseño y en los materiales, poco ha hecho la ciencia por nuestros cepillos desde la época de Tutankamón. El máximo desarrollo tecnológico al que hemos llegado es a darle al cepillo la capacidad de moverse por sí solo. La selección entre la versión manual y la eléctrica de este utensilio es una cuestión principalmente de gustos (y de bolsillos, un paquete de tres manuales ronda los 3 euros, mientras que uno eléctrico parte desde unos 20 euros y cada cabezal cuesta en torno a 5 euros). «A nuestros dientes les da igual«, aseguran desde la Asociación Dental Americana. Pero hay excepciones.

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