Mientras escribo estas líneas, el Fondo Mundial contra el SIDA, la Malaria y la Tuberculosis acaba de anunciar que su reposición financiera para el próximo trienio asciende al objetivo declarado de los 14.000 millones de dólares. Para muchos lectores, esta cifra no dirá gran cosa. Para 16 millones de niños y adultos cuyas vidas serán salvadas en los tres próximos años, esta cifra lo significa todo.

El caso de la malaria ilustra bien las magnitudes humanas en juego. En solo una década y media (2000-2015), el número de muertes provocadas por esta enfermedad se redujo en un 58% y su incidencia global cayó un 37%, hasta los 219 millones de casos actuales. La acción concertada de gobiernos locales y países donantes, al servicio de una estrategia preventiva y paliativa que multiplicó el acceso a redes con insecticida y tratamientos combinados, ha transformado la vida de millones de personas y las perspectivas de sus comunidades.

Quizás porque hemos llegado tan lejos y acariciamos la posibilidad de una victoria contra esta enfermedad atávica, los signos de retroceso resultan tan alarmantes. Un documento publicado la semana pasada por el Instituto de Salud Global de Barcelona señala que los diez países con tasas más altas de malaria están viendo cómo aumenta la incidencia del parásito y cómo se ralentiza la caída de la mortalidad. El éxito de estos años podría escapársenos con facilidad entre los dedos.

La dificultad para llegar a las poblaciones más vulnerables, las resistencias al tratamiento y los desafíos en materia de innovación farmacéutica forman parte de la lista de pendientes. Pero el problema principal está hoy en costear las soluciones que ya existen y cuya eficacia ha sido probada. Es un dilema clásico de acelerar o morir, en el que las carencias de financiación no solo lastran la lucha contra la enfermedad, sino que bien pueden griparla.

Aquí reside la importancia del esfuerzo de refinanciamiento del Fondo Mundial contra el SIDA, la Malaria y la Tuberculosis, cuya reunión acaba de finalizar en Lyon este mediodía. Este organismo público-privado se ha convertido en una pieza imprescindible de la ecuación que podría poner fin a las tres grandes pandemias de la pobreza.

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