AL CONFIRMAR un embarazo deseado, la mayor parte de las mujeres empieza un proceso en el que alterna en el mismo día, y a veces en el mismo minuto, sentimientos de ilusión, desconcierto y angustia. Los consejos contradictorios no ayudan: no comas sushi, no bebas café, no te acerques a los gatos, no te tiñas el pelo, tíñetelo solo un poco.

Y luego está Emily Oster. Cuando supo que esperaba su primer hijo, esta economista estadounidense de la Universidad de Brown, especializada en compactación de datos relacionados con la salud, volvió de su primera visita con el ginecólogo, entró en PubMed, la base de datos de estudios médicos, y se hizo un informe a medida comparando los resultados de las investigaciones que consideró más serias desde los años ochenta.

Llegó a varias conclusiones controvertidas. Que es bastante seguro beber una copa de vino al día desde el segundo trimestre, que se puede tomar café y comer pescado crudo con tranquilidad y que el reposo en cama para evitar un parto prematuro no tiene mucha base. Lo recogió todo en un libro titulado Expecting Better (“Esperar mejor”, editado por Penguin Books), que lleva por subtítulo ‘Por qué las creencias tradicionales en torno al embarazo están equivocadas y lo que de verdad necesitas saber’. El libro pretendía devolver a las madres el derecho a hacer preguntas a sus médicos y a exigir respuestas coherentes más allá del paternalista “esto es mejor para ti, créenos”. Y refutaba lo que el marido de Oster, también economista, bautizó como “mandatos no financiados”, tomando prestado un término del mundo de la gobernanza. Es decir, órdenes que los Estados dan a sus Administraciones inferiores sin proporcionarles fondos, un fenómeno que se asemeja a la maternidad moderna: muchas reglas, pocas explicaciones, cero ayuda.

Unos años y dos niños más tarde, la economista se dio cuenta de que si el embarazo era un terreno proceloso, aún más enfangado e hiperpolitizado estaba el mundo de la crianza, en el que cada decisión acerca a los padres a una de las dos orillas.

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